martes, 21 de septiembre de 2010

Grandes desafíos al Evangelizar

El desafío de la verdad frente al pensamiento débil

La post-modernidad se caracteriza por la aparición de una nueva racionalidad. La razón autónoma, privada de la ayuda de la fe, ha recorrido caminos que han conducido a Auschwitz y al Gulag. Era normal que se llegara el hastío y a la búsqueda de un nuevo modo de racionalidad, El hombre postmoderno es hedonista y consumista, como le enseña el sistema. A diferencia del escriba prudente del que hablaba Jesús, que sacaba del arcón lo viejo y lo nuevo, nuestro hombre compra cada mañana una cosa nueva y a la tarde la tira porque es vieja. Relativista y escéptico, prefiere un pensamiento débil y fragmentario que no le comprometa a nada. Humberto Eco define nuestra época como la época del feeling, el sentimiento, sobre la verdad. Se vive de impresiones, de impactos sensoriales o emocionales, de lo efímero.

Es precisamente en la concepción de la verdad y de la razón donde con mayor fuerza se deja sentir la crisis de la modernidad. Según Vattimo, el único espacio que queda libre consiste en «abrirse a una concepción no metafísica de la verdad... En términos muy generales... se puede decir que la experiencia post-moderna de la verdad es una experiencia estética y retórica» (13. Cuando fracasan estrepitosamente los mitos de la modernidad que habían constituido su bandera, es la razón misma la que se repliega desencantada sobre sí misma y renuncia a su más alta vocación, la búsqueda de la verdad, contentándose en lugar de ello con verdades parciales y fragmentarias. Oyendo hablar de verdad, nuestro mundo responde con la pregunta cínica y desengañada de Pilatos: ¿y qué es la verdad?

El cristianismo, en cambio, se presenta con algunas exigencias filosóficas irrenunciables, que Juan Pablo II ha expuesto en la encíclica Fides et Ratio. La religión del Logos encarnado no puede renunciar a la razón y a la pretensión de hallar la verdad toda entera. «Sólo deseo reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica» (Fides et Ratio, 83). El cristiano no puede renunciar al anuncio de la verdad, convencido de que la necesidad más radical del hombre es saciar el hambre de verdad, y que la peor forma de corrupción es la intelectual, que aprisiona la verdad en la injusticia, llamando al mal, bien e impidiendo el conocimiento de la realidad tal y como es.

¿Cómo reconciliar la religión del Logos encarnado, cuya pretensión fundamental es la de ser religio vera, con una cultura que ha renunciado a toda pretensión de conocer la verdad? ¿Cómo hablar de verdad a una cultura que aborrece instintivamente conceptos y palabras fuertes? (14). Este es el desafío que tenemos planteado, para el que yo no veo más solución que proponer, no ya la verdad, sino una cultura de la verdad. Una cultura de la verdad hecha de inmenso respeto y acogida hacia la realidad, traducida en respeto hacia la persona, que es la forma eminente de lo real. En esta cultura de la verdad, en la que la dimensión de la atención, el cuidado, la sensibilidad, la búsqueda humilde adquiere un protagonismo especial, es posible reconciliar la razón y el sentimiento que la postmodernidad juzga incompatibles. Y así, paradójicamente, San Agustín se vuelve más actual que nunca, al realizar en su vida la unión entre la verdad y el sentimiento. Agustín dice «ve adonde tu corazón te lleva» -como reza el título de la novela de Susana Tamaro-, «es decir, hacia la verdad».

Anunciar a Jesucristo en la era del New Age

Íntimamente vinculado al desafío anterior está el que constituye anunciar a Jesucristo en una era de religiosidad salvaje. Se ha hablado mucho en los últimos tiempos del «retorno de Dios, como sí Dios hubiera estado alguna vez lejos del mundo y del hombre, o, con más precisión, del regreso de una religiosidad salvaje. Podemos así aventurar una primera constatación a la profecía con que abríamos esta conferencia: sí, el siglo XXI parece más religioso que el precedente. La cuestión no está en saber si nuestro tiempo creerá o no, sino en qué creerá. Si Heidegger definía la modernidad como un estado de incertidumbre acerca de los dioses, la post-modernidad representa en cambio el regreso triunfal de los dioses. No del Dios personal que se ha revelado en Jesucristo, sino de los dioses y las mitologías y religiones pre-cristianas, entre las que los cultos célticos, por su vinculación a la naturaleza, adquieren un especial relieve. Cultos pre-cristianos, que en cada región adquieren una coloración especial: si en la Europa atlántica se trata de mitologías célticas, en la América Hispana se vuelve a los cultos precolombinos, o incluso, como en algunas partes de Europa, entre ellas España, se añora un pasado musulmán idealizado como una especie de edad dorada que la llegada del cristianismo ha venido a destruir. Del regreso a las mitologías pre-cristianas pasamos a la magia, el ocultismo y el preocupante aumento de las sectas satánicas. Humberto Eco, nada sospechoso de beatería, tiene razón cuando cita al gran Chesterton para describir la paradoja actual: «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que no crean en nada. Creen en cualquier cosa» (15).

Se trata del regreso de una religiosidad salvaje, que el cardenal Lehmann ha definido «teoplasma», una especie de plastilina religiosa a partir de la cual cada uno se fabrica sus dioses a su propio gusto, adaptándolos a las necesidades propias (16).

De nuevo se plantea ante nosotros el desafío en toda su formidable magnitud: ¿cómo anunciar en medio de este magma religioso, en el gran supermercado del bricolaje religioso, a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, que ha dejado la Iglesia en la tierra como signo y continuadora de su misión entre los hombres? Aquí es donde se requiere toda la audacia del evangelizador, recordando las palabras, hoy más actuales que nunca, de Juan XXIII en la inauguración del Concilio Vaticano II, que pude escuchar personalmente siendo su colaborador: «una cosa es el depósito mismo de la fe, o las verdades contenidas en nuestra doctrina, y otra el modo en que éstas se enuncian, conservando, sin embargo idéntico sentido y alcance» (17).

En este contexto adquiere también una actualidad especial un tema que ha sido reiteradamente propuesto por el Santo Padre y que en los días pasados hemos tratado ampliamente en el Consistorio apenas concluido: el diálogo interreligioso. Ya Juan Pablo II había señalado el diálogo con los creyentes de otras religiones como una prioridad en la carta de preparación al gran Jubileo, reiterado después en el mensaje que nos ha dejado a conclusión del año Jubilar (18). Es un imperativo inaplazable para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos en la historia de la humanidad. Se trata de un diálogo difícil, hecho de respeto, tejido con amorosa paciencia, que no se cansa ni se deja vencer ante los primeros reveses, que, sin embargo, nunca puede reemplazar el anuncio explícito de Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6). Es un diálogo en perpetuo equilibrio entre la búsqueda de caminos de colaboración con otros creyentes, especialmente en la defensa de la vida y en la lucha contra el materialismo asfixiante, y la necesidad de evitar que degenere en sincretismo. Donde todo vale lo mismo, en definitiva nada vale nada. Yo mismo, tras haber dedicado años de estudio al fenómeno de las religiones (19), estoy convencido de que de su estudio, bien orientado, es un camino que acaba conduciendo a Cristo, en quien toda realidad humana, incluida la religión, alcanza su plenitud.

El diálogo no puede sustituir a la misión, ni convertirse en un consenso de mínimos. Como actividad inteligente, según la llamaba Pablo VI, es un camino hacia la verdad, a la que se llega a través de la experiencia del encuentro entre personas. Por eso, en realidad, creo que más que de diálogo entre religiones, habría que hablar de diálogo entre religiosos. El diálogo, que es una categoría eminentemente personal, tiene lugar siempre entre dos sujetos personales, y cuanto mayor y más profunda sea la experiencia de Dios de quienes dialogan, tanto mayores cotas de autenticidad alcanzará. El diálogo no puede nunca renunciar a presentar a Jesucristo buscando hacerse aceptar más fácilmente, ni escamotear el misterio trinitario, pensando que es un escollo en la predicación. De nuevo el paradigma ha de ser el del escriba sabio y prudente, que sabe sacar del arcón lo viejo y lo nuevo en su diálogo con los creyentes de otras religiones, según las necesidades de sus interlocutores, acompasando su conversación al paso de éstos. A veces tendrá que contentarse con un simple conocimiento mutuo, en la esperanza de que un pequeño puente tendido hoy pueda mañana servir de intercambio fecundo entre creyentes.
La tutela del medio ambiente El desarrollo de la economía y el agotamiento de ciertos recursos naturales ha colocado en primer plano la urgencia por la conservación del medio ambiente. El cambio climático, el efecto invernadero, el avance de la desertización, han dejado de ser problemas teóricos para convertirse en una preocupación de todos. Es una nueva conciencia ecológica, llena de incoherencias, pues al mismo tiempo que nos preocupa la contaminación y pérdida de ambientes naturales, y soñamos con el encanto de una vida en contacto con la naturaleza, estamos dispuestos a hacer bien poco por renunciar a las comodidades responsables del desgaste medioambiental: no queremos renunciar a las autopistas, ni a la calefacción en invierno, ni al aire acondicionado en verano. Para la Iglesia, esta nueva conciencia ecológica es un desafío y una oportunidad: conducir al hombre hacia la trascendencia, enseñándole a recorrer el camino que parte de la experiencia de la creación y desemboca en el conocimiento del creador, superando la tentación de divinizar la Tierra. La Escritura y el ejemplo de algunos santos, cuyo paradigma es San Francisco de Asís, ofrecen puntos de apoyo para esta evangelización de la ecología.

http://www.corazones.org/diccionario/evangelizar_desafios.htm

domingo, 19 de septiembre de 2010

El Deterioro De La Conciencia Moral

La conciencia moral es lo que le da sentido pleno a la personal. Por medio de ella se adquiere el verdadero sentido de la vida y se va delineando el desarrollo integral de la persona. En ese proceso se van descubriendo los sentimientos más nobles y se forman las actitudes para la toma de decisiones que ayuden a vivir más plenamente. Es la conciencia la que últimamente acepta la fe en Dios y en sus enseñanzas (Cfr. Veritatis Splendor, 54-56). El deterioro de la conciencia moral comienza cuando ésta deja de ser expresión del sentido pleno de la vida y sus juicios se desvían hacia lo que podemos llamar “la fuerza que se vuelve criterio para determinar las relaciones entre las personas y la sociedad”. De esa manera se traiciona el principio del estado de derecho y las ‘razones de la fuerza’ substituyen a la ‘fuerza de la razón’. Cuando la persona humana se olvida de Dios pierde el sentido del pecado y de culpabilidad. Comienzan entonces las falsas concepciones de lo que es el ser humano y el deterioro de la conciencia moral. Asimismo, el falso concepto de libertad, o el libertinaje, contribuye al eclipse del valor de la vida humana. La libertad se entiende como la capacidad de hacer lo que a cada cual se le antoje, movido por su propio interés, iniciando de esa manera, la nueva cultura de un individualismo o sectarismo egoísta. La ciencia y la técnica facilitan la concepción y la difusión de la idea del “superhombre” entendido como un ser de una enorme capacidad de acción en diversos niveles y que no debe rendir cuenta de sus actos a nadie. Los medios masivos de comunicación social difunden la ideología del hombre superficial liviano (“light”) cuya única referencia es su propio bienestar entendido como un consumismo desenfrenado o como un disfrute irresponsable de las frívolas ofertas de pasatiempo fácil, viviendo en un presente sin sentido. Los grupos de poder, a nivel mundial, no encuentran el freno de pensamientos y organizaciones fuertes que propugnen un compromiso social. Con el objetivo de mantener modelos egoístas y excluyentes en lo económico y cultural, estos grupos, utilizan las organizaciones internacionales, y luego locales, para concretar políticas tendientes a disminuir el número de pobres de manera compulsiva. Así también condicionan las ayudas a los países en desarrollo y el sostenimiento de las organizaciones locales, implementando campañas que conspiran contra la vida. De esa manera la democracia pierde sus fundamentos; el Estado deja de ser la “Casa común” y en nombre de la utilidad pública prevalece el interés de los más poderosos. La relatividad filosófica, el secularismo a ultranza y el neoliberalismo económico son manifestaciones claras del imperante deterioro de la conciencia moral. Ante estas realidades es necesario reconstruir la conciencia moral y ofrecer respuestas sobre el verdadero sentido de la vida humana.
La vida es una realidad sagrada y debe ser custodiada como un don de Dios desde la concepción hasta la muerte natural. Ese don refleja la imagen y semejanza de Dios porque Él comparte su vida con su criatura. No solamente lo hace superior en el orden biológico a todos los otros seres vivientes, sino que le otorga su espíritu con todas las facultades, como la razón, el discernimiento del bien y del mal, la libre voluntad y su gracia. A lo largo de la historia, la persona humana ha podido reconocer determinados valores objetivos como la vida, la familia, la justicia, la solidaridad, la existencia de Dios, común a todas las culturas. Por eso, la religión ha sido y es un factor fundamental para el desarrollo de la conciencia moral. El sentido religioso es la cualidad natural que pone al ser humano en una actitud de búsqueda de lo trascendente, de ese Alguien que le ayudará a satisfacer sus ansias de poseer la verdad, y el deseo de hacer el bien para encontrar la felicidad. Lo religioso ilumina la verdad sobre la persona humana y le otorga el significado profundo de su pensamiento, de su acción y de su experiencia de vida en profundidad. La expresión más cabal de la dignidad humana se manifiesta en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre. Él abre definitivamente el camino de la realización del hombre y la mujer que vencen el pecado y a la muerte. Por eso, cada instante de la vida humana tiene el sentido y el valor de la salvación. Desde esta perspectiva, el misterio profundo de la vida humana y de la tensión con la “cultura de la muerte” merece una actitud crítica. No se puede llamar al crimen del aborto como un derecho a la libertad. No se debe entender la sexualidad como algo meramente genital, orientada hacia el desahogo en el placer físico. La sexualidad no es una mercancía expuesta al consumo, desvinculada del amor, de la responsabilidad, y de la preocupación por la plena realización de las personas en sociedad. No se puede entender el matrimonio como un simple contrato que se deshace con los mismos expedientes que en un acuerdo comercial. La vocación al matrimonio expresa el sentido de la vida como un don que se comparte en pareja, de varón y mujer, para construir la familia como comunidad de amor, cimentada sobre la fidelidad y el respeto mutuos. Solamente la familia, en su concepción tradicional de hombre y mujer, abierta a la acogida de los hijos, es capaz de configurar el lugar de pertenencia donde el ser humano aprende a ser persona. Allí adquiere su identidad y forja su personalidad. Porque el amor de los padres y la convivencia familiar hacen posible la unidad, en el amor de sus miembros, y construye la cultura de la vida.