El purgatorio es el estado de purificación en que están las almas después de la muerte, porque en el cielo no puede entrar nada manchado (Ap 21, 27). El catecismo de la Iglesia católica afirma que los que mueren en gracia, pero están imperfectamente purificados, sufren después de su muerte una purificación a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo (Cat 1030).
En el purgatorio no hay desesperación, porque están seguros de la salvación. Ana Catalina sintió desde su más tierna edad la necesidad de orar por ellos. Y así nos dice: Siendo todavía niña fui conducida por una persona, a la cual no conocía, a un lugar que me pareció el purgatorio. Vi muchas almas allí que sufrían vivos dolores y que me suplicaban que rogara por ellas. Me parecía haber sido conducida a un profundo abismo donde había un amplio espacio que me impresionó mucho, me llenó de espanto y turbación. Vi allí a hombres muy silenciosos y tristes, en cuyo rostro se vislumbraba, a pesar de todo, que en su corazón se alegraban, como si pensaran en la misericordia de Dios. Fuego no vi ninguno; pero conocí que aquellas pobres almas padecían interiormente grandes penas.
Cuando oraba con gran fervor por las benditas almas, oía voces que me decían al oído: “¡Gracias, gracias!”. Una vez había perdido, yendo a la iglesia, una pequeña medalla que mi madre me había dado, lo cual me causó mucha pena. Consideré que había pecado por no haber cuidado mejor de aquel objeto y con esto me olvidé de rezar aquella tarde por las benditas almas. Pero cuando fui al cobertizo por leña, se me apareció una figura blanca, con manchas negras, que me dijo: “¿Te olvidas de mí?”. Tuve mucho miedo y al punto hice la oración que había olvidado. La medalla la encontré al día siguiente bajo la nieve, cuando fui a hacer mi oración.
Siendo ya mayor iba a misa temprano a Koesfeld. Para orar mejor por las ánimas benditas tomaba un camino solitario. Si todavía no había amanecido, las veía de dos en dos oscilar delante de mí como brillantes perlas en medio de una pálida llama. El camino se me hacía muy claro y yo me alegraba de que las almas estuvieran en torno mío, porque las conocía y las amaba mucho. También por la noche venían a mí y me pedían que las aliviase[230].
Es muy triste que actualmente se socorra tan poco a las ánimas benditas. Es muy grande su desdicha, pues no pueden hacer nada por su propio bien. Pero cuando alguno ruega por ellas o padece o da alguna limosna en sufragio de ellas, en ese mismo momento se permuta esta obra en bien suyo, y ellas se ponen tan contentas y se reputan tan dichosas como aquel a quien dan de beber agua fresca cuando está a punto de desfallecer[231].
Esta noche (27 de setiembre de 1820) he pedido mucho por las ánimas benditas, y he visto muchos admirables castigos que ellas padecen, y la incomprensible misericordia de Dios. He visto la infinita justicia y misericordia de Dios, y que no hay cosa alguna verdaderamente buena en el hombre que no le sea útil. He visto el bien y el mal pasar de padres a hijos y convertirse en salud o desdicha por la voluntad y cooperación de éstos. He visto socorrer de un modo admirable a las almas con los tesoros de la Iglesia y con la caridad de sus miembros. Y todo esto era una verdadera sustitución y satisfacción por sus culpas, no faltándose ni a la misericordia ni a la justicia aunque ambas son infinitamente grandes.
He visto muchos estados de purificación; en particular he visto castigados a aquellos sacerdotes aficionados a la comodidad y al sosiego, que suelen decir: “Con un rinconcito en el cielo me contento; yo rezo, digo misa, confieso, etc., etc.”. Éstos sentirán indecibles tormentos y vivísimos deseos de buenas obras, y a todas las almas a quienes han privado de su auxilio las verán en su presencia, y tendrán que sufrir un desgarrador deseo de socorrerlas. Toda pereza se convertirá en tormento para el alma, su quietud en impaciencia, su inercia en cadenas, y todos estos castigos son, no ya invenciones, pues que proceden clara y admirablemente del pecado, como la enfermedad del daño que la produce[232].
¡Oh, cuántas gracias he recibido de las benditas almas! ¡Ojalá quisieran todos participar conmigo de esta alegría! ¡Qué abundancia de gracias hay sobre la tierra, pero cuánto se las olvida, mientras que ellas suspiran ardientemente! Allí, en lugares varios, padeciendo diferentes tormentos, están llenas de angustia y de anhelo de ser socorridas. Y aunque sea grande su aflicción y necesidad, alaban a Nuestro Señor. Todo lo que hacemos por ellas les causa una infinita alegría[233].
El doctor Wesener relata en su “Diario”: El padre Limberg se quedó una noche a cuidarla, porque no estaba en casa su hermana y Catalina estaba muy mal. Hacia las 11 de la noche, estando junto a su lecho, apoyado sobre una mesita, oyó que alguien tocaba como con una llave. Se levantó, miró por todas partes y no encontró nada raro. Otras veces, ocurrió el mismo fenómeno y no pudo encontrar la causa de aquellos golpes. Dos semanas más tarde, el padre Limberg me dijo que la enferma había oído los ruidos durante la noche y que habían sido las almas del purgatorio; porque desde hacía tiempo ella no había rezado por ellas[234].
En octubre de 182l, como se acercaba el día de Todos los difuntos, ella hacía duros trabajos por la noche en favor de las almas en pena, conocidas o desconocidas. A veces se aparecía un alma o su ángel para pedir tal cosa como satisfacción. Una noche vino el alma de una difunta y le dijo que un bien mal adquirido le había sido transmitido por sus padres y que ahora lo tenía su hija y quería que le advirtiera que hiciese un largo viaje en medio de la nieve para devolverlo[235].
Ella nos dice: Cuando iba al purgatorio, no sólo conocía a mis amigos, sino también a parientes de ellos, a quienes nunca había visto. Entre las almas más abandonadas he visto a aquellas pobres de quien nadie se acuerda y cuyo número es grande, pues muchos hermanos nuestros en la fe no hacen oración por ellas. Por estas pobres almas olvidadas, ruego yo sobre todo[236].
En ocasiones veía pasar delante de sus ojos, durante la noche, una intensa luz y oía decir: Te lo agradezco. Ella creía que era un alma del purgatorio, que venía a darle las gracias[237].
Clara Söntgen informó en el Proceso: Por la noche, cuando estábamos acostadas, rezábamos juntas por las almas del purgatorio. Solía ocurrir que, cuando habíamos terminado nuestra oración, una hermosa luz surgía ante nuestro lecho. Llena de alegría, Emmerick me decía: “¡Mira, mira esa luz maravillosa!”. Pero yo estaba tan asustada que no me atrevía a mirar[238].
Una mañana le dijo al padre Rensing: Diga a la gente en el confesionario que rece mucho por las almas del purgatorio… Ellas (al salir) rezarán por nosotros en agradecimiento. Rezar por ellos es agradable a Dios, porque les ayudamos a gozar más rápidamente de la visión beatífica[239].
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