martes, 7 de febrero de 2012

El mundo perece, Dios nunca pasa


No te adhieras a este mundo envejecido y anhela rejuvenecer en Cristo

El mundo perece, Dios nunca pasa
El mundo perece, Dios nunca pasa
“¿Por qué, pues, te turbas? Tu corazón se turba por los aprietos del mundo, al igual que aquella nave en que dormía Cristo. Advierte, hombre cuerdo, cuál es la causa de que se turbe tu corazón; advierte cuál es la causa.

La nave en que duerme Cristo es tu corazón en que duerme tu fe. ¿Qué se te dice de nuevo, oh cristiano? ¿Qué se te dice de nuevo? ‘En los tiempos cristianos se devasta el mundo, perece el mundo’.

¿No te dijo tu Señor que sería devastado el mundo? ¿No te dijo tu Señor que perecería el mundo? ¿Por qué lo creías cuando se prometía y te turbas cuando se cumple? [...]

¿Te admiras de que perece el mundo? Admírate de la vejez del mundo. Es como un hombre: nace, crece, envejece. Múltiples son los achaques de la vejez: catarros, flemas, pitañas, angustia y fatigas. Todo eso hay.

Envejece el hombre y se llena de achaques; envejece el mundo y se llena de tribulaciones. [...] Si le nació un hijo a Abrahán en su ancianidad fue porque Cristo había de venir en la senectud del mundo. Vino cuanto todo envejecía y te hizo nuevo. Como cosa hecha, creada, perecedera, ya se inclinaba hacia el ocaso.

Era de necesidad que abundasen las fatigas; vino él a consolarte en medio de ellas y a prometerte el descanso sempiterno. No te adhieras a este mundo envejecido y anhela rejuvenecer en Cristo, que te dice: ‘El mundo perece, el mundo envejece, el mundo decae y se agota con la fatiga de la senectud. No temas; tu juventud se renovará como la del águila’.

‘Observa, dice, que Roma perece en los tiempos cristianos’. Quizá no perezca; quizá sólo ha sido flagelada, pero no hasta la muerte; quizá ha sido castigada, pero no destruida. Es posible que no perezca Roma si no perecen los romanos. No perecerán si alaban a Dios; perecerán si le blasfeman. ¿Qué otra cosa es Roma sino los romanos? No se trata aquí de las piedras y de las maderas, ni de las altas manzanas de casas o de las enormes murallas. Estaba hecha de forma que alguna vez había de perecer.

Un hombre, al edificar, puso piedra sobre piedra; otro hombre, al destruir, separó una piedra de otra piedra. Un hombre hizo aquello, otro hombre lo destruyó. ¿Se hace una injuria a Roma porque se dice que cae? No a Roma; en todo caso a su constructor. ¿Hacemos una injuria a su fundador al decir que cae Roma, la ciudad fundada por Rómulo? El mundo que creó Dios ha de arder. Pero ni siquiera lo que hizo Dios se derrumba sino cuando lo quiere Dios, ni tampoco lo que hizo Dios se derrumba más que cuando lo quiere él.

Si, pues, la obra del hombre no cae sin el consentimiento de Dios, ¿cómo puede caer la obra de Dios por voluntad del hombre? Con todo, incluso el mundo que hizo Dios ha de caer y por eso te creó mortal. El hombre mismo, adorno de la ciudad; el que la habita, la rige, la gobierna, vino para marcharse, nació para morir, entró para emigrar”

San Agustín de Hipona, Sermón 81, 8 y

Traducción española por Pío de LUIS, en Obras Completas de San Agustín, BAC, Madrid 1983, vol. X, p. 462-465.

«San Agustín, Doctor de la Gracia»

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