Hoy más que nunca se alza una llamada a abrir caminos de confianza hasta en las noches de la humanidad. ¿Presentimos esta llamada?
Los hay que, por el don de sí mismos, dan testimonio de que el ser humano no está abocado a la desesperación. ¿Somos de éstos?
Una urgencia que viene de las profundidades de los pueblos: ir en socorro de las víctimas de una pobreza que conoce un continuo crecimiento. Ésta es una necesidad fundamental en vistas a una paz sobre la tierra.
El desequilibrio entre la acumulación de las riquezas de un cierto número y la pobreza de multitudes es una de las cuestiones más graves de nuestro tiempo. ¿Haremos todo lo posible para conseguir que la economía mundial aporte soluciones?
Ni las desgracias, ni la injusticia de la pobreza vienen de Dios: Dios no puede más que dar su amor
Y hay un súbito asombro al descubrir que Dios mira a todo ser humano con una infinita ternura y una profunda compasión
Cuando comprendemos que Dios nos ama, y que ama hasta al más abandonado de los humanos, nuestro corazón se abre a los demás, nos volvemos más atentos a la dignidad de la persona humana y nos preguntamos: ¿cómo preparar caminos de confianza sobre la tierra?
Aunque estemos despojados de todo, ¿no somos llamados a transmitir, por nuestras vidas, un misterio de esperanza a nuestro alrededor?
Nuestra confianza en Dios es reconocible cuando se expresa por el simple don de nuestras propias vidas: es ante todo cuando se vive que la fe se hace creíble y se comunica.
La presencia de Dios es un soplo que llena todo el universo, es un impulso de amor, de luz y de paz sobre al tierra.
Animados por este soplo, somos conducidos a vivir una comunión con los demás, y somos llevados a realizar la esperanza de una paz en la familia humana... ¡Y que ella irradie a nuestro alrededor!
Por su Espíritu Santo, Dios penetra en nuestras profundidades, Él conoce nuestro deseo de responder a su llamada de amor. Así podemos preguntarle: “¿Cómo descubrir eso que Tú esperas de mí? Mi corazón se inquieta: ¿cómo responder a tu llamada?”
En el silencio interior, esta respuesta puede surgir: “Atrévete a dar tu vida por los demás, allí encontrarás un sentido a tu existencia.”
Llegaremos, quizás, a decirle a Dios:
“Los días pasan y no respondía a tu llamada. Hasta llegué a preguntarme: ¿tengo verdaderamente necesidad de Dios? Vacilaciones y dudas me hacían alejarme de Ti.
Y sin embargo, incluso cuando me creía lejos de Ti, me esperabas. Me tenía por abandonado, y Tú estabas tan cerca de mí.
Día tras día, renuevas en mí una espontaneidad para sostenerme en un sí a Cristo. Tu mirada de comprensión hace posible que este sí me lleve hasta el último aliento.”
La fidelidad de toda una vida supone una atención sostenida.
A lo largo de la existencia, el Espíritu Santo atraviesa nuestras noches interiores y una transfiguración del ser se realiza poco a poco (9).
En un mundo donde las novedades tecnológicas provocan un desarrollo jamás antes conocido, es importante no ignorar las realidades fundamentales de la vida interior: la compasión, la simplicidad del corazón y de la vida, la humilde confianza en Dios, el gozo sereno... (10)
El Evangelio despierta a la compasión y a una infinita bondad del corazón. Éstas no tienen nada de ingenuas, pueden exigir una vigilancia. Conducen a este descubrimiento: buscar hacer felices a los demás nos libera de nosotros mismos.
Y una mirada de amor permite discernir la bondad del alma humana.
La simplicidad de nuestro corazón y de nuestra vida nos lleva lejos de los caminos sinuosos donde se extraviarían nuestros pasos.
Aquello que más nos coge en el Evangelio, es el perdón, el que Dios nos da, y el que nos invita a darnos los unos a los otros. Incluso abatido y maltratado, Jesucristo no amenazaba, perdonaba.Vivo en Dios, no cesa nunca de ofrecer la libertad del perdón.
En Dios, ninguna voluntad de castigo.
Por su perdón, Él borra lo que está herido en nuestro corazón, a veces desde la infancia o la adolescencia.
Confiarle todo a Él, hasta la inquietud... Y entonces reconocemos que somos amados, reconfortados, curados.
Nunca en el Evangelio, Cristo invita a la tristeza o a la morosidad. Todo lo contrario, hace accesible un gozo apacible, e incluso un júbilo en el Espíritu Santo.
Un joven africano, que había pasado un año en Taizé, expresaba cómo había descubierto poco a poco un gozo, después de una dura prueba. Cuando tenía siete años, su padre fue asesinado. Y su madre tuvo que huir muy lejos. Decía:
“He querido reencontrar el amor de mis padres que me ha faltado desde mi infancia. Entonces, he buscado una alegría interior, esperando encontrar allí fuerza en el sufrimiento. Esto me ha dado la capacidad de salir de la soledad de mi infancia. Me he dado cuenta de la importancia de la alegría para modificar las relaciones cotidianas y para conocer una paz interior”
En cada ser humano, Dios ha insuflado un alma. Ella es invisible, como Dios es invisible. En ella viene a nacer el deseo de una comunión con Dios.
¿Y cómo realizar una comunión así? Es posible encontrar a Dios, realmente, en la oración, tanto la que se expresa con palabras como en el silencio.
Nada lleva tanto hacia Dios como la oración común, cuando ésta está sostenida por la belleza del canto.
Hay una paz del corazón al comprender que ni siquiera la muerte pone fin a una comunión en Dios. Lejos de conducir a la nada, ella abre el paso hacia una vida eterna donde Dios acoge nuestra alma para siempre.
Incluso cuando haya en nosotros dudas, la presencia del Espíritu Santo permanece, en los días apacibles como en las horas de aridez.
¿No somos acaso nosotros los pobres del Evangelio? Nuestra fe humilde basta para acoger su presencia Y el solo deseo de su presencia vuelve nuestra alma a la vida, sobre la tierra como en la eternidad.
(Discurso pronunciado por el Hermano Roger en el año 2002, Budapest )
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