Hablar de Dios siempre es tema complejo. Sin embargo, con nuestra inteligencia algo podemos inferir de las características del nombre de Dios. Santo Tomás de Aquino nos propone sus reflexiones:
El nombre de Dios es, en primer lugar, admirable porque obra maravillas en todas las criaturas. Por eso el Señor dice en el Evangelio: «En mi Nombre arrojarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, tomarán serpientes en sus manos, y si bebieren un veneno no les hará daño» (Marcos 16, 17).
El nombre de Dios es amable. «Bajo el cielo —dice san Pedro— no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos» (Hechos 4, 12). San Ignacio de Antioquia, que amó tanto el nombre de Cristo, nos ofrece un ejemplo de este amor. Cuando el emperador Trajano lo conminó a que negara el nombre de Cristo, respondió que le era imposible separarlo de sus labios. Y como el emperador lo amenazara con degollarlo, para arrancar así a Cristo de sus labios, Ignacio respondió: «Aunque me lo quitaras de mis labios, nunca podrás arrancarlo de mi corazón; pues llevo este nombre grabado en mi corazón, y es por eso que no puedo dejar de invocarlo». Oyendo esto Trajano, y queriendo ver si era cierto, luego de haberle hecho cortar la cabeza, mandó que le arrancaran el corazón. Y se halló que en él estaba grabado con letras de oro, el nombre de Cristo. Porque había puesto ese nombre en su corazón, como un sello.
El nombre de Dios es venerable. Afirma el apóstol que «al nombre de Jesús se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno» (Filipenses 2, 10). En el cielo, por parte de los ángeles y los santos. En la tierra, por parte de los hombres que viven en el mundo; éstos lo hacen, o bien por amor a la gloria que desean alcanzar, o bien por temor a las penas del castigo. En el infierno, por parte de los condenados, que lo hacen por temor.
El nombre de Dios es inefable, porque ninguna lengua es capaz de expresar toda su riqueza. Por esta razón a veces se intenta una aproximación por medio de las creaturas. Y así se le da a Dios el nombre de fuego, en razón de su poder purificador. Porque así como el fuego purifica los metales, Dios purifica el corazón de los pecadores. Por esto se dice en la Escritura: «Vuestro Dios es un fuego que consume» (Deuteronomio 4, 24)».
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