sábado, 5 de noviembre de 2011

San Antonio y su Amor a la Iglesia


Para Antonio, el amor a la Iglesia fue pasión y sufrimiento, juicio y opción por una actitud filial que renacía con más fuerza cada día, a pesar de la experiencia de una realidad eclesial que lo estremecía. Era inútil fingir; y, de hecho, Antonio no cedió a silencios ingenuos, cómplices o interesados. La sublime reforma querida y propuesta por el Concilio IV de Letrán corría el riesgo de quedarse en un ideal irrealizado. Los compromisos de la vida eran todavía demasiado fuertes. Antonio habla de su Iglesia con la pasión, la libertad y la esperanza del profeta.

A su Iglesia, santa pero siempre necesitada de conversión, Antonio le dirige una serie de llamadas, recordándole que es «el cuerpo místico de Cristo», «totum Christi corpus»16 (el cuerpo total de Cristo), «la mujer vestida de sol» que engendra, «del agua y del Espíritu Santo», a una multitud de hijos,17 «la casa del pan, es decir, de Cristo», «la ciudad de Dios», «el campo de Dios».18

Pues bien, precisamente esta Iglesia, precisamente este cuerpo místico de Cristo está «crucificado y muerto». En este cuerpo místico unos son la cabeza, otros las manos, otros los pies, o el tronco. La cabeza la constituyen los contemplativos; las manos, los activos; los pies, los predicadores santos; el tronco, los auténticos cristianos. Y todos ellos son crucificados diariamente por el demonio, cada día se les da a beber vinagre y se les persigue.19

El clero calla y se enriquece, se mancha con la simonía y el concubinato, prefiere los vestidos lujosos a las virtudes, el poder al servicio.

Hay «falsos religiosos» saciados de alabanzas humanas, divididos entre ellos, pobres en frutos espirituales: «Altercados en los capítulos, abandono del coro, murmuraciones en el convento, abundancia en el refectorio, comodidad en el lecho.»20

Los fieles están enfermos de lujuria, avaricia, usura, violencia, abuso de poder.21

Y, sin embargo, la Iglesia sigue siendo la «tierra buena» donde cae la palabra de Dios y produce más o menos fruto, en una gradación que adolece de los esquemas eclesiológicos de la época. Los que producen el treinta por uno son «los esposos fieles, siempre preocupados por convertirse, que distribuyen sus bienes entre los pobres, que no ofenden a nadie»; el sesenta por uno lo producen los religiosos de vida activa «que son verdaderamente hombres, es decir, que usan su razón. Se someten a los trabajos de la vida activa, se exponen a los peligros por amor al prójimo, predican la vida eterna con la palabra y con el ejemplo, se vigilan a ellos mismos y vigilan a sus súbditos»; el ciento por uno lo producen «las vírgenes y los contemplativos, quienes, gracias a sus virtudes, son elevados a las alturas y contemplan el esplendor del rey. Éstos son elevados, no en su cuerpo pero sí espiritualmente, en la contemplación hasta el tercer cielo, donde contemplan la gloria de la Trinidad y escuchan con los oídos del corazón lo que no pueden expresar con palabras ni comprender con la mente».22

Con su teología, Antonio comprende a la Iglesia de manera diversa a como la entiende Francisco; capta su misterio, conoce su historia.

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