“No tengo nada que esconder”, decía con frecuencia un viejo y querido amigo. A veces yo mismo lo he dicho. Pero… concretamente ¿a qué nos estamos refiriendo cuando emitimos semejante declaración?
“Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales.”
(Génesis 3:7 RV60)
Un breve examen de conciencia delante de Dios, ni muy profundo, ni muy exhaustivo, por cierto; me revela a las claras que, al menos lo mío, debe ser no un simple delantal como el de Adán y Eva, sino ¡todo un “Armani” íntegramente realizado en hojas de higuera!
Si alguien nos llamara “hipócritas”, las reacciones serían de lo más variadas, dependiendo de cada persona y de su estado de ánimo. Pero sin lugar a dudas existirían unos cuantos denominadores comunes: malestar, incomodidad, tal vez enojo…
Existe una clase de hipocresía que genera rechazo, que como seres humanos a veces ejercemos pero nos cuesta mucho perdonar. Es esa falsedad conciente, la que deliberada y premeditadamente, esconde, tergiversa, confunde, miente o muestra solo una parte de la verdad. Fingir lo que realmente no se es o no se siente. A los cristianos no nos gusta hablar de esto.
Sin embargo, hay otro tipo de simulación totalmente inconciente, que no planeamos ni remotamente premeditamos. Una especie de “mecanismo de defensa” que tiende a encubrir nuestro verdadero ser, de la mirada, de la observación, del alcance de los demás. Una forma, en un amplio sentido de la expresión, de “vestir” nuestra más íntima desnudez, la del alma.
Así como cubrimos nuestro cuerpo físico con ropas y prestamos más atención aún en poner a cubierto aquellas partes íntimas cuya exposición nos causa pudor; de igual manera, ese mismo mecanismo inconsciente nos lleva a taparnos, a escondernos, a cubrir lo más íntimo de nuestro ser de la mirada de los demás. Un mecanismo que es responsable y generador de una inmensa cantidad de conductas y actitudes con las que nos manejamos e interactuamos a diario con los demás… e inclusive con nosotros mismos. Este “medio de defensa” es parte de todos los seres humanos, sin importar si sean creyentes o no. Puede transformarse en un serio tropiezo cuando trasciende los límites de lo “normal” y se adentra en las tinieblas de lo patológico, llevando a muchos a vivir lo que no se es, a encerrarse en sí mismos, a ignorar, a negar, a rechazar, a enajenarse de su propia realidad existencial.
“Y él respondió: Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí.”
(Génesis 3:10 RV60)
No le dice Adán al Señor: “sentí vergüenza, pudor”. “Tuve miedo” es lo que le expresó, que es bien distinto.
Esa “moda” creada por Adán, nunca pasó de moda. En la actualidad, aún continuamos usando hojas de higuera. El móvil es exactamente el mismo: la exposición al desnudo de nuestro ser. Tal como Adán lo hizo después de su caída, hoy todavía intentamos ocultarnos de nuestros semejantes y de la mismísima mirada de Dios, QUE TODO LO VE.
Cada vez que reflexiono en esto, siento el pudor, la vergüenza, inclusive el miedo, de revelar ante los demás “esos” recónditos pensamientos de los cuales no deseo hablar. “Esos” sentimientos que súbitamente pasan por el corazón y alborotan la paz del alma. Seguramente si mi alma fuera expuesta al desnudo delante de la mirada de los demás, sentiría mucho miedo, como Adán.
Nadie, absolutamente nadie, puede afirmar a conciencia, que “no tiene nada que ocultar”. Pero, amad@: si sientes temor, vergüenza, pudor, a causa de la desnudez de tu alma delante de Dios… ¡Eso es lo mejor que te puede pasar! Toda vez que el perdón del Señor absuelve y la Gracia de Dios restaura.
“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.”
(1 Juan 1:8-9 RV60)
Autor: Luis Caccia Guerra
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