viernes, 30 de enero de 2009

La Soberbia

Santo Tomás estudia la soberbia en la cuestión 162, de la 2-2 y la define como el pecado opuesto a la humildad. Esta virtud la estudiamos en el último Reportaje. Consiste la soberbia en el desordenado apetito de la propia excelencia; según santo Tomás, por la soberbia las criaturas racionales se atribuyen a sus propias fuerzas los bienes que han recibido de Dios; o creen que los ha merecido; o se jactan de lo que no poseen, creyendo tenerlo, o de que lo poseen en mayor grado de lo que lo tienen; contra lo cual sentencia san Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido; y si lo has recibido, por qué presumes como si no lo hubieras recibido?" (1 Cor 4, 7). RAIZ Y CONSECUENCIAS La soberbia hace al hombre exclusivista y ambicioso de todo el brillo para él. El es el que se condecora con todas las medallas. Con el fin de sobresalir, ambiciona los primeros puestos, el mando, el dinero, las novedades y las modas. Desea ser preferido y busca las alabanzas. Y que nadie ose hacerle sombra, pues él ha de ser siempre el primero en todo por encima de todo. De ahí que Santo Tomás afirme que más que pecado capital es raíz y madre de todos los pecados, incluso de los capitales. La soberbia fue el pecado de los ángeles y el de Adán y Eva. El pecado de los fariseos que rechazaron a Cristo y tuvieron que escuchar de la Verdad, las mayores diatribas salidas de la mansedumbre de su boca. El pecado del fariseo de la parábola de los dos hombres que subieron al Templo a orar, el fariseo y el publicano, como nos refiere San Lucas (Lc 1,8). MULTIPLES FORMASEl deseo desordenado de la propia excelencia, con que define Santo Tomás a la soberbia, se manifiesta en multitud de formas, a saber, se gloría de los bienes naturales o sobrenaturales como si procedieran de sí mismo y no de Dios y se aleja de Dios (Eclo 10,14). El fariseo en su oración no pone a Dios como autor de sus bienes: "Yo no soy como los demás”... "Si en el mundo hay dos justos, somos mi hijo y yo; y si no hay más que uno, ese soy yo... Lucifer profirió el "non serviam”... Se vanagloria de sus bienes como debidos a sus méritos. La oración del fariseo es la de un acreedor de Dios, que obra por su cuenta y puede exigirle el premio a sus méritos. Este es el pecado de los que creen virtuosos por sí mismos, como los estoicos, y el de los que están convencidos de que el principio de moralidad es el hombre, de que tienen en sí mismos luces para guiarse, de los que creen que "el hombre lo es todo”. Que todo lo puede el hombre. Humanismo pagano. Racismos, materialismos, totalitarismos, intelectuales que quieren entender los misterios sin la fe. Se glorían de lo que no tienen, suprema vanidad; exageran sus talentos con palabras y con engaños, por jactancia; sus cosas no son las ordinarias y comunes, presumen de pobreza, de penitencia, de observancia, de santidad, hedionda hipocresía. Desean ser preferidos y buscados, hacen cosas para que se vean y... asisten a cualquier manifestación en primera línea... Todo lo encaminan a sobresalir, a que les hagan la foto, para que digan: "fíjate en ése”. Se comparan con los el pecadores y no con Dios. Desprecian a los demás, se creen los únicos irreprochables y justos. Sólo es bueno lo de ellos. La Iglesia ha comenzado con ellos. Ambicionan, con el fin de sobresalir, los primeros puestos, el mando, el dinero, las novedades y las modas... De los fariseos dijo Jesús: "Ni ellos entran ni dejan entrar (Mt 23, 1). Adán deseó ser como Dios, los ateos, los herejes, el marxismo, los nacionalismos, repiten lo mismo. En la segunda República española los diputados en las Cortes votaron que no existía Dios y en consecuencia, quitaron el crucifijo de las escuelas, quemaron los conventos e iglesias, y asesinaron a los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos católicos. De la soberbia se derivan la vanidad, que alardea delante de los demás de lo que tiene y a veces de lo que no tiene; la presunción, el desprecio del prójimo que conduce a la altanería, a la propensión a juzgar y a injuriar y a hacer a los demás objeto de burlas, humillaciones y vejaciones. HIJAS DE LA SOBERBIADe la soberbia nacen también la envidia, los rencores y la venganza, el desprecio, la jactancia y la vanagloria. La soberbia en el pecado lleva la penitencia porque hace desgraciados e infelices a los que la fomentan. Cada éxito de los demás es un suplicio para los soberbios. Toda alabanza que se les dedica les parece pequeña. La soberbia hace al hombre juguete del demonio. La pequeña tendencia orgullosa de hoy, se convertirá mañana en insubordinación; y más tarde en herejía. La soberbia, ante Dios, priva al cristiano de méritos; ante los hombres cosecha el desprecio; porque si hay compasión para el desgraciado y excusa para el pecador, no se soporta al soberbio que resulta cada vez más antipático y se ve crecientemente más y más aislado, despreciable. El orgulloso parece segregado de la sociedad. Nadie le quiere; nadie le acompaña...La soberbia hace desgraciados e infelices. Se tolera al pecador, pero no se soporta al soberbio. Una obra hecha con ostentación es despreciada por todos. Todo éxito de los demás es un suplicio, toda alabanza propia les parece pequeña.

La soberbia necesita adornos.
Como es bien sabido, la soberbia es uno de los siete pecados capitales. Pero antes que pecado, yo diría que es un enorme desperdicio de energía tratando de aparentar aquello que en verdad uno no es.
Un soberbio es un ego inflado. Cuanto más pequeño, más energía hay que insuflarle. Pero, como todo aquello que se infla, siempre tiende a desinflarse. Entonces el pobre ego anda todo el tiempo atareado, tratando de sostener la presión para mantener su imagen.
Necesita cosas con las cuales adornarse y necesita –sobre todo- de los otros. Oyentes, escuchas. Súbditos. Necesita de un público. Alguien a quienes mostrarle lo grande que es, lo importante, lo rico o lo inteligente que es.
Hombre o mujer, viene en todos los tipos y colores. Y los adornos que utiliza para sostener su orgullo son de lo más variados.
Desde su colección de revistas antiguas a sus habilidades culinarias. Todo puede ser. No importa tanto la cosa en sí como su forma de presentarlo. Incluso la modestia –que es su opuesto- puede ser un adorno. “Si me lo propongo, puedo ser el más modesto de todos.”
La soberbia agranda, magnifica, destaca. Necesita de un pedestal, o por lo menos de tacos altos. Y allí abajo... los súbditos, los comunes, los inferiores. Porque una de las formas de la soberbia consiste en achicar a los otros para agrandarse uno o, lo que sería lo mismo, brindarles a “esos pobres” su mirada magnánima.
Lo que los soberbios no saben –o tal vez si y por eso están siempre a la defensiva- es que es muy fácil desarmarlos. Es suficiente con encontrar cuál es el motivo de su orgullo y agrandarlo. Halagarlos, mostrándoles lo magnífico que él o ella son. Por más soberbia que sea una persona, si se insiste suficientemente sobre ese punto, termina desarmándose.
La soberbia necesita de los halagos. Y cuando no los tiene se enoja: “¡Usted no sabe con quién está hablando!” Pero si se los aumenta, entonces se inflan a más no poder, hasta que en algún momento terminan estallando y se transforman en los pequeños seres que verdaderamente son.
De algún modo, la soberbia es semejante a la comida chatarra: engorda, pero no alimenta. El ego se expande y engorda, pero en lo íntimo uno permanece flaquito.
Es triste. No vale la pena tanto trabajo, tanta energía inútil para defender aquello que no puede ser defendido. Que más tarde o más temprano terminará por deshacerse. En el fondo, los soberbios despiertan compasión. A pesar de sus esfuerzos y despliegues teatrales se los ve pequeñitos, frágiles y sufrientes, encerrados en su gran globo de magnificencia.
En este mundo impermanente, los hombres vamos y venimos. Somos como esos hongos que nacen en la noche y a la mañana siguiente desaparecen.
Nos creemos importantes, pero un buen día nos tocan en el hombro y nos dicen: “Señor, se acabó, llegamos al fin.”

No hay comentarios: